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De agendas y libertades. Sobre la Agenda 2030

Por Carlos Sabino




Comencemos por el principio: ¿qué es la llamada “Agenda 2030”, de la que tanto se habla?

Para decirlo en forma breve, se trata de un documento de la ONU que propone 17 “objetivos de desarrollo sostenible”, los que, a su vez, se desglosan en 169 metas concretas, nada menos. La Agenda se refiere a muchos y muy importantes temas de carácter económico, social, ambiental y cultural. Quienes lo elaboraron pensaron en que tales metas podrían alcanzarse en el año 2030, ya muy cercano, y que eso resultaría bueno para mejorar nuestro mundo.

 

La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó hace algunos años dicho documento, aunque nunca fue discutido por los electores de los países miembros. La mencionada Agenda es una nueva versión de la que se propuso como “Agenda del milenio”, primera tentativa de imponer un proyecto de alcance universal, que se propuso e hizo pública, también por la ONU, en las últimas décadas del siglo XX.

 

La Agenda contiene una gran cantidad de metas, algunas de las cuales aparecen como realizables en el corto plazo, otras como simples expresiones de deseos de quienes las formularon. Algunas de ellas podrían ser aceptadas, en principio, por la gran mayoría de las personas; otras son, en cambio, muy controversiales. Pero lo importante no es si sus metas son o no realizables o si reciben mayor o menor aprobación del público. Tampoco se trata de debatir sobre las mediciones e indicadores concretos a utilizar para afirmar si se ha alcanzado o no cada una de las metas. El problema de fondo es político, no técnico.

 

Lo que ocurre con las llamadas agendas -en general- es que fijan objetivos y metas que, suenen bien o mal, no se han discutido ni aceptado por quienes serán sujetos de ellas, es decir, por la población que resultaría afectada, en cualquier sentido, en el caso de que se llevaran a cabo. Las han definido funcionarios internacionales, técnicos y científicos, personas que tal vez tienen las mejores intenciones, pero que han decidido por sí mismas lo que es bueno o lo que es malo, lo que es deseable o no para el mundo. Son, por eso, una forma de imposición sobre los ciudadanos de cada país, una violación directa y clara de sus derechos políticos individuales. Así, cuando se habla por ejemplo de eliminar la pobreza o de preservar el medio ambiente, se fijan objetivos que pueden ser deseables y de gran importancia para algunos, pero no para otras personas y corrientes de pensamiento.

 

Cuando en un país existen mínimas libertades civiles y políticas los proyectos de lo que se desea hacer, las metas y objetivos públicos, se discuten abiertamente y se aprueban o rechazan de acuerdo a las constituciones políticas que están en vigencia. Cada partido, grupo o personalidad, cada ciudadano en última instancia, decide lo que es necesario hacer, o al menos tiene algún tipo de participación en el proceso que lleva a tomar decisiones. Y estas se toman, no porque sean buenas o malas en sí mismas, sino porque es la ciudadanía la que en definitiva asume la tarea de valorarlas. Tal vez el proceso sea, en muchos casos, bastante indirecto y complejo, pero en todo caso no es una instancia externa, como las Naciones Unidas, la que determina qué debe o no debe hacerse en cada país.

 

Lo que acabamos de expresar en términos amplios y abstractos tiene implicaciones muy concretas y específicas, que atañen a nuestra vida cotidiana. Porque cabe preguntarse, ¿qué políticas públicas se habrán de ejecutar? ¿De qué modo, en qué orden, con cuáles y con cuántos recursos? Todo esto se discute, en las sociedades modernas, en lo que es el debate sobre las políticas prácticas que se han de adoptar. Y estas decisiones no pueden ni deben dejarse en manos de supuestos expertos, técnicos o científicos, porque son el resultado de los valores que sostienen, precisamente, las mismas personas afectadas. Un experto que nos dice cómo debemos cuidar nuestra salud o educar a nuestros hijos está usurpando un elemental y básico derecho individual.

 

Lo anterior no significa asumir un nacionalismo que haría de cada nación un mundo encerrado sobre sí mismo, en contraposición o en conflicto con todas las restantes. Implica, simplemente, reconocer el derecho que todos tenemos a decidir sobre nuestras propias vidas, más allá de la voluntad o el deseo de funcionarios internacionales que buscan una globalización a su medida, impuesta desde algo así como un “gobierno mundial” que nadie, por supuesto, ha aceptado o elegido.

 

 

Una mirada más cercana a esta Agenda 2030 descubre, además, otros problemas de no poca trascendencia. Hay malentendidos y confusiones conceptuales que podrían llevar a interpretaciones divergentes de lo que se propone. Pero el principal problema de la Agenda es que, para todos los problemas que se pretende resolver, se proponen soluciones estatistas: siempre es el estado el que debe asumir el papel dominante, como promotor y ejecutor de las acciones a realizar. En sociedades como las actuales, en las que ya el Estado tiene un enorme y creciente papel, abogar por una ampliación del papel del Estado no significa otra cosa que tratar de imponer un orden socialista global, en un mundo en el que dominarían sin controles los tecnócratas y los funcionarios públicos.





Carlos Sabino estudió licenciatura en Sociología, Universidad Nacional de Buenos Aires y es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Central de Venezuela (UCV). Es profesor de la Universidad Francisco Marroquín, miembro de la Mont Pèlerin Society.

 

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